Hay muchos caminos que parecen correctos, pero solo uno lleva a la vida plena, a la libertad del corazón y a la paz verdadera
¿Qué hace diferente a Cristo?
¿Cristo es realmente el único camino?
Esta es la gran pregunta. Y te confieso que yo también me la hice en algún momento. ¿Cómo estar seguro de que Jesús es el camino hacia Dios y no uno más entre tantos? Hay miles de religiones, millones de personas que creen en otros líderes, otras enseñanzas, otros caminos espirituales. Entonces, ¿qué hace diferente a Cristo?
Podría parecer más fácil pensar que todas las religiones llevan al mismo lugar, como si fueran ríos que desembocan en un mismo mar. Esa idea suena bonita, pero ¿es verdadera?
Lo primero que descubrí es que Jesús no se presenta como un maestro más. Buda enseñó un camino de iluminación, Mahoma habló de someterse a la voluntad de Alá, Confucio enseñó principios de sabiduría y ética. Todos ellos se reconocían como guías hacia algo más grande.
Jesús, en cambio, habló de sí mismo como el camino en persona. Dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6).
Eso me sacudió, porque no era un simple consejo, era una afirmación radical.
Cuando un profeta en el Antiguo Testamento daba un mensaje, decía: “Así dice el Señor”. Jesús, en cambio, decía: “Pero yo os digo…”. Él no apuntaba a una autoridad externa: se presentaba como la autoridad misma.
En Mateo 7:28-29 se dice que la gente se maravillaba de su enseñanza porque “les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas.” Eso lo diferenciaba de todos.
A esa afirmación se suma su vida. Cuando leo los evangelios me doy cuenta de que Jesús no solo habló, sino que respaldó cada palabra con hechos.
- Sanó a ciegos, paralíticos y leprosos.
- Perdonó pecados, algo que en la mentalidad judía solo Dios podía hacer.
- Demostró poder sobre la naturaleza calmando tormentas.
- Y lo más increíble: resucitó a muertos.
No encuentro en ninguna otra religión un líder que haya demostrado con tal claridad que era Dios mismo obrando entre los hombres.
Buda dijo: “No me miren a mí, sigan mi dharma (mi enseñanza)”.
Mahoma dijo: “Yo soy un profeta, el último mensajero de Alá”.
Confucio dijo: “Yo transmito lo que recibí”.
Jesús, en cambio, declaró:
- “Yo soy la luz del mundo”(Juan 8:12).
- “Yo soy la resurrección y la vida”(Juan 11:25).
- “Yo soy el buen pastor”(Juan 10:11).
- “Yo soy el camino, la verdad y la vida”(Juan 14:6).
Él no ofrecía un camino alternativo. Él decía: “Yo soy el camino”. Eso es único. O era un lunático… o era realmente lo que decía ser.
Mientras más lo comparo, más me convenzo:
- En otras religiones, el peso está en lo queyo debo hacer para acercarme a lo divino (leyes, rituales, méritos).
- En Jesús, la clave está en lo queÉl hizo por mí en la cruz, regalándome la salvación que yo no podía alcanzar por mis propias fuerzas.
Esa diferencia lo cambia todo: Jesús no me ofrece un método, me ofrece una relación viva con Dios.
Y aquí está el punto decisivo. Si uno quiere poner a prueba la fe y la historia, basta con hacer un viaje imaginario alrededor del mundo, visitando los lugares donde descansan los grandes fundadores de las religiones. Por ejemplo, si viajamos a Qufu, en China, encontraremos la gran tumba de Confucio, el maestro que murió en el año 479 a.C. Su sepulcro sigue en pie después de más de dos milenios, rodeado de un bosque ancestral, y en su lápida se lee: “El Maestro Santo y Sabio”. Allí reposan sus restos, como testimonio de que fue un hombre admirable, pero mortal.
Si luego volamos hacia Kushinagar, en la India, llegaremos al lugar donde murió Siddharta Gautama, Buda, alrededor del año 483 a.C. Allí se levantan estupas con reliquias de sus cenizas, porque su cuerpo fue cremado. Los peregrinos lo veneran como quien honra a alguien que alcanzó el “nirvana”. Y aunque muchos siguen su filosofía, las cenizas confirman que él también quedó atrapado por la muerte.
Siguiendo el recorrido, podemos entrar a Medina, en Arabia Saudita, y visitar la majestuosa Mezquita del Profeta. Allí descansa Mahoma, muerto en el año 632 d.C. Su tumba es uno de los lugares más visitados por millones de musulmanes cada año, y sobre ella se puede leer: “Aquí reposa el Mensajero de Dios”. Sus huesos permanecen en ese lugar, recordando que fue un hombre que vivió, luchó y murió.
Si viajamos ahora a Yazd, en Irán, nos encontraremos con el mausoleo que la tradición atribuye a Zaratustra, el fundador del zoroastrismo, que vivió aproximadamente entre los años 1200 y 1000 a.C. Allí, según se cree, descansan sus restos. Sus enseñanzas marcaron un camino, pero su cuerpo quedó atrapado bajo tierra.
Pero si vas a Jerusalén y entras al Santo Sepulcro, encontrarás algo diferente: una tumba vacía. La inscripción lo dice: “No está aquí, ha resucitado”.
Esa tumba vacía es el corazón de mi fe: Cristo no está muerto, Él vive. Y porque vive, su promesa de ser el camino hacia Dios es real. No hay restos que venerar, no hay huesos que guardar. Solo un anuncio que hasta hoy resuena: “Él no está aquí, porque ha resucitado” (Mateo 28:6).
Entonces, ¿Cristo es el único camino?
Cuando miro la figura de Jesús, la historia, la coherencia de sus enseñanzas, sus milagros, su divinidad, y sobre todo su resurrección me encuentro con un dilema que planteó el escritor C.S. Lewis: Jesús no nos deja la opción de decir que fue “solo un buen maestro”. Si dijo lo que dijo, entonces solo hay tres opciones:
- Fue un mentiroso.
- Fue un loco.
- O realmente fue (y es) el Señor.
Y cuando veo su vida, su coherencia, su amor y el impacto de su resurrección, la única conclusión posible es la tercera: Jesús es el Señor, el único camino a Dios. No lo digo desde un dogma frío, sino desde la experiencia de haber encontrado en él la paz, el perdón y la vida que nunca hallé en ningún otro lado.
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